Jóvenes Solidarios

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De dejar los estudios a ser el apoyo de niños del Polígono Sur y encontrar una vocación

Marta Povea realiza sus prácticas en la Fundación Don Bosco mientras apoya a los niños atendidos en el Centro Juvenil de la Obra Social de la parroquia Jesús Obrero

Cuando Marta Povea pisó por primera vez el Centro Social don Bosco, con 18 años, andaba algo perdida. Solo sabía una cosa. Que quería seguir formándose tras haber abandonado los estudios cuando terminó la ESO. Buscaba información de la Fundación Don Bosco pero al llegar por la tarde se encontró con el Centro Juvenil de la Obra Social de la parroquia Jesús Obrero. Niños del Polígono Sur, mayores de 12 años, jugaban y reían. «Era un ambiente diferente a lo que se ve normalmente en el barrio, tranquilos, con confianza, sin preocuparse por nada exterior...». Entonces lo tuvo claro: quería contribuir a construir ese espacio seguro.

Al día siguiente volvió como voluntaria a través de la fundación a este proyecto donde se trasladan a los menores buenos valores a través del ocio. Y de entonces ya han pasado tres años. Mientras, se formó, tal y como había planeado. Primero en hostelería y luego encauzó su vida a lo que realmente le ha enamorado con un curso de monitora de tiempo libre. Así, estas últimas semanas ha compaginado sus prácticas en la Fundación Don Bosco con su voluntariado en el Centro Juvenil.

Marta Povea, voluntaria de la Fundación Don Bosco

Un espacio seguro para niños del Polígono Sur

Hace pocas semanas se tuvieron que anular las actividades del Centro Juvenil por mayor seguridad ante el Covid. «Las últimas semanas acudieron tan solo niños del proyecto Maparra, la escuela de refuerzo educativo de la parroquia», explica Isabel Nieto, Coordinadora de los Proyectos Socieducativos de la Fundación Don Bosco en Sevilla, -entidad a través de la cual Marta realizó el voluntario los últimos años-. Han sido una veintena de niños, en comparación a los cerca de 60 que acudieron en verano. Y con todas las medidas de seguridad. «Ahora no te saludan con un abrazo como antes, sino solo con un "hola, maestra"», se lamenta Marta, «y la mascarilla impide, con solo los ojos no puedes saber si están un mal día».

Aún así los niños se mostraban felices esos últimas días, jugando, riendo, mientras sus padres y abuelas esperaban fuera. Una buena rutina de las tardes. Divididos en grupos de unos seis niños y con la colaboración de 7 monitores voluntarios, se plantean dinámicas, actividades, se juega al futbolín, al tenis de mesa.  Y, mientras, se le enseñan cómo comportarse en la vida. «Los ves crecer y algunos comportamientos que tenían al principio ya no los toleran en otros», explica Marta. Incluso hay quienes han crecido y ahora ayudan a los monitores en su labor. También aprenden a relacionarse con niños de otras culturas y procedencias. «Sé que muchos de ellos no distinguen color de piel, están acostumbrados», añade. Ahora se los encuentra por las calles del Polígono Sur y los chicos la saludan, felices de verla. Ya solo eso para Marta es un logro.

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